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El Tesoro del Convento de Clausura por Rufino Rojo García-Lajara
El Tesoro del Convento de Clausura
De entre los numerosos secretos y enigmas que Corral de Almaguer aún esconde entre sus viejos muros y legajos a la espera de ser descubiertos y expuestos a la luz, ocupa un lugar de excepción, o quizás deberíamos decir ocupaba, pues desgraciadamente desde el año 2006 ya no se encuentra en nuestra localidad, un pequeño cuadro que colgaba de una de las paredes interiores del coro alto del Monasterio de Clausura. Al encontrarse instalado en la zona de reclusión de las religiosas, no era visible para los fieles que acudían a la liturgia diaria, por lo que sólo cuando se entraba en el interior del recinto monacal -con el permiso del Obispo- era posible contemplarlo en todo su esplendor.
Precisamente en una de esas escasas visitas permitidas por el titular de la diócesis con la intención de elaborar el inventario de obras de arte que aún guardaba el Monasterio, mi acompañante y ocasional fotógrafo José Luís Martínez Ávila y un servidor, nos topamos de frente con el cuadro que motiva el presente artículo. Se trataba de un óleo de pequeñas dimensiones (40×32) y humilde enmarcado, en el que aparecía representada de medio cuerpo y sobre fondo dorado, la imagen de una Virgen de singular belleza y delicado rostro, dotada de una tez clara y sonrosada y largos cabellos castaño-rojizos que descendían formando ondulaciones prácticamente hasta la cintura. Vestía una aterciopelada túnica azul oscura recogida en el talle por un lazo, y en la bocamanga derecha se dejaba traslucir parte de la camisola de color rosado que envolvía su interior. María miraba con dulzura a un niño Jesús totalmente desnudo y sentado en su regazo, que se giraba y parecía querer alejarse de su madre sujetando entre las manos los cardos que simbolizaban su pasión. La imagen de la Virgen contrastaba fuertemente con el intenso fondo dorado y con los dos ángeles que flanqueaban la parte superior, portando una corona que se disponían a colocar sobre su cabeza.
La pintura, con pocas nociones que se tuvieran de arte, presentaba -a pesar del fondo dorado- un innegable estilo gótico flamenco tanto en las formas como en la técnica y estilo, pero dado que se encontraba en un perdido convento manchego, a nadie se le pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel cuadro fuera original o tuviera algún valor. Saltándose las ancestrales normas internas que obligaban a hablar a las monjas solamente cuando la madre superiora lo permitiera, la siempre alegre y espontánea Sor Trinidad (religiosa natural de Corral de Almaguer que acabaría convirtiéndose en la última abadesa del Convento) me susurró al oído, aprovechando que la superiora miraba para otro lado: “ése de ahí sí que tiene valor”. Sorprendido por la reacción de aquella monja de ingenua y bondadosa sonrisa con la que luego me uniría una cariñosa amistad, recogí el comentario con el mismo disimulo que ella había utilizado conmigo y sellamos nuestro secreto con una mirada de complicidad.
Transcurridos casi veinte años de aquella visita, tuvimos noticia de que el Museo del Prado había organizado una exposición denominada “Arte Protegido” en la que aparecían recogidas las numerosas obras de arte salvadas durante la guerra civil por un puñado de valientes republicanos amantes del arte y de la cultura que, de manera desinteresada y en no pocas ocasiones arriesgada, fueron capaces de montar un operativo que protegiera de la incultura, las bombas y la acción anárquica de las masas (que descargaban sus frustraciones contra la iglesia por considerarla aliada del poder y del dinero) las mejores obras de arte de la Nación. Pues bien, para sorpresa nuestra, en algunas de las fotografías y documentos que componían aquella exposición, aparecían las obras de arte incautadas y salvadas de Corral de Almaguer durante el año 1938, tanto de la Iglesia Parroquial, como del Monasterio de Clausura y de unas cuantas casas importantes de la localidad.
Emocionados al comprobar la cantidad de cuadros, objetos litúrgicos, bibliotecas enteras y valiosos muebles que aquellos hombres habían logrado salvar en nuestra localidad, decidimos investigar más a fondo sobre el tema. Gregorio Martínez Chacón y José Muñoz Fernández-Clemente (por aquel entonces presidente de la Asociación de Amigos de Corral de Almaguer) fueron los encargados de indagar en los cuadernos y anotaciones de aquellos osados amantes del arte -a los cuales debemos que el museo del Prado siga siendo en la actualidad una de las mejores pinacotecas del mundo- y solicitar las oportunas copias de las fotografías que reflejasen las obras y objetos artísticos procedentes de Corral de Almaguer.
Para sorpresa nuestra, ocupando el primer lugar entre las obras de arte incautadas en Corral de Almaguer, aparecía el famoso cuadro de las Monjas. En las anotaciones de aquellos valientes salvadores del arte, la tabla procedente del Monasterio de Clausura aparecía identificada como posible obra de Juan de Flandes, pintor favorito de la reina Isabel la Católica, aunque, al seguir investigando, Gregorio Martínez Chacón descubriría finalmente que la autoría del cuadro correspondía a otro de los grandes genios de la pintura flamenca de finales del siglo XV y comienzos del XVI: Gérard David.
Impresionados por tan asombroso descubrimiento, celebramos pletóricos nuestro curioso hallazgo, sin pensar que nuestra capacidad de sorpresa aún no había terminado, pues poco tiempo después comprobamos que la colección de pintura flamenca del Museo del Prado atesoraba entre sus obras un cuadro de similares características al nuestro, y la Catedral de Toledo lucía también entre sus joyas pictóricas un tercer cuadro gemelo de los anteriores. Nuestro estupor iba en aumento, pues aunque conocíamos que era perfectamente normal que los pintores y escultores flamencos elaboraran varias copias de una misma obra de éxito para cubrir la demanda, nos resultaba muy difícil relacionar un óleo de esta calidad y características con Corral de Almaguer.
Y es que siguiendo con la investigación, descubrimos que el cuadro existente en el Museo del Prado procedía nada menos que de la colección privada que el Emperador Carlos I trajo a España cuando fue nombrado Rey; y el de la Catedral de Toledo había sido adquirido por el propio Cardenal Cisneros cuando fue elevado a la dignidad arzobispal, convirtiéndose de facto en el cuadro de devoción más apreciado por aquel importante religioso. Tanto es así, que desde entonces y hasta hace pocas décadas, el pequeño óleo de la Virgen con el niño coronada por dos ángeles de Gerard David, ocupó siempre la silla arzobispal de la Sala Capitular de la Catedral de Toledo en ausencia de los obispos, siendo conocido por todos como la Virgen de Cisneros. Con posterioridad fue reintegrado al museo de la catedral junto con el resto de pinturas, y ocupó un lugar preeminente en la exposición del año 2005 denominada “Y sabel la Reina Católica”.
Conocidos todos estos pormenores, la pregunta que nos surgía a continuación era la siguiente: Si el Emperador y el Cardenal Cisneros habían sido los propietarios de las otras dos obras gemelas del cuadro de las monjas ¿quién en Corral de Almaguer había tenido el suficiente dinero, poder y contactos en la Corte, para costearse y adquirir un cuadro de semejantes características y cómo había llegado ese cuadro al Monasterio de Clausura?
Revisando la historia del Corral de Almaguer de comienzos del siglo XVI, no es difícil llegar a la conclusión de que la posesión de pinturas al óleo entre las familias nobles de la villa fue una rareza y más aún si se trataba de obras cotizadas de autores famosos. Pero si ya era extraño encontrar pinturas que adornasen las casas de los hidalgos locales, encontrar una familia que pudiera costear un cuadro de devoción de estas características y encima tuviera contactos en la Corte, resultaba toda una excepción, por lo que nuestra búsqueda se concentró prácticamente en dos familias: Los Ramírez de Arellano y Los Almagueres.
Los primeros porque uno de sus miembros -el obispo don Diego Ramírez de Villaescusa- estuvo una buena temporada en Flandes como capellán de Juana la Loca y Felipe el Hermoso y asistió al bautizo del futuro Emperador Carlos I, pudiendo perfectamente hacerse con algún cuadro del famoso pintor de Brujas; y los segundos porque otro de sus miembros -Francisco de Almaguer- ocupó el cargo de Contador Mayor durante buena parte de los reinados del Emperador Carlos I y su hijo Felipe II, y por lo tanto no tuvo más remedio que entablar contacto con los artistas y marchantes del arte, dado que él en última instancia era el encargado de pagar las obras pictóricas que iban engrosando las famosas colecciones reales españolas.
Descartadas el resto de familias nobles corraleñas tanto por su desinterés por la pintura como por la dificultad de acceso y elevado precio de este tipo de óleos, sólo nos quedaba averiguar cómo llegó el susodicho cuadro al Convento de Clausura
Para contestar a esta segunda pregunta, debemos avanzar que tanto el Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer, como buena parte de los conventos femeninos españoles de aquel tiempo, se fundaron para que se retiraran en ellos las hijas de las familias nobles y pudientes de la comarca que, por diversas circunstancias, no habían podido o querido desposarse en su momento. Para su ingreso, el padre debía aportar una cuantiosa cantidad de dinero -conocida como dote- que se entendía como el complemento necesario para la manutención de la religiosa durante su vida monástica y que alejaba las probabilidades de profesar como monjas a personas cuyas familias no tuvieran un mínimo de capital (excepto las que entraban como criadas de las anteriores y con el tiempo acababan como monjas de pleno derecho). Era también costumbre y estaba permitido, que las religiosas ingresaran en la clausura acompañadas de cierto enseres y útiles personales de devoción, como alfombras, braseros, arcones, escritorios, cuadros, crucifijos etc… que les hicieran más cómoda y llevadera su estancia en el convento, por lo que ésta sería con toda probabilidad la manera en que el cuadro entró a formar parte de la decoración del Monasterio.
Aclarado éste segundo punto, solamente nos quedaba verificar si existieron monjas en el Monasterio de San José provenientes de alguna de las dos importantes familias mencionadas anteriormente.
La suerte quiso acompañarnos de nuevo, pues al no encontrar a ninguna religiosa de la familia Ramírez de Arellano entre las monjas que ingresaron en el convento desde su fundación hasta comienzos del siglo XVII; y descartar a casi todas las demás que profesaron durante esas mismas fechas por no reunir las condiciones económicas necesarias para poder adquirir un cuadro de semejantes características, nuestras pesquisas se redujeron prácticamente a dos únicos nombres: doña María de Mendoza y doña Jerónima de Almaguer.
Doña María de Mendoza era una joven de talante autoritario y caprichoso procedente de una rama secundaria de la importante familia de los Mendozas (aunque no hemos podido descubrir su localidad de procedencia) que había entrado en el Monasterio de Clausura a la fuerza y sin vocación ninguna, por exigencia de su padre. Ésta circunstancia marcó su estancia en el Monasterio y fue la causa de los continuos conflictos y problemas -algunos de bastante gravedad- que sacudieron el convento durante esta primera etapa y a punto estuvieron de provocar su cierre. Para descanso de las monjas y autoridades civiles y religiosas, doña María de Mendoza solicitó finalmente su exclaustración alegando una grave enfermedad y se marchó exigiendo que le devolviesen sus enseres y hasta el último ducado de la dote.
Doña Jerónima de Almaguer, por el contrario, era una joven dulce e ingenua dotada de finos modales y una exquisita educación. Su padre era don Francisco de Almaguer, sobrino del Contador Mayor del Rey Carlos I y Felipe II del mismo nombre y su madre la nieta del comendador Collado. Con estos antecedentes, unidos a su gran belleza, doña Jerónima se había convertido a sus dieciséis años en la joya más preciada del municipio y en la dote más cotizada de toda la comarca, por lo que su padre la tenía bien guardada y protegida en espera de encontrarle un marido que estuviera a la altura de las circunstancias.
Pero quiso el destino que doña Jerónima se enamorara perdidamente de un apuesto joven de condición económica muy inferior a la suya y antecedentes de mujeriego, al que se entregó en cuerpo y alma como ingenua adolescente que era. Su padre la envió inmediatamente al convento de clausura –al principio de forma temporal- con la esperanza de que la vida religiosa le hiciese reflexionar y olvidase ese apasionado amor adolescente que había comprometido la honra de la familia. Sin embargo, por diversas circunstancias que serían largas de explicar (véase el libro Grandezas y Bajezas de la aristocracia corraleña del siglo XVI) doña Jerónima decidió finalmente tomar los hábitos y profesar como monja en el convento de clausura.
Obviamente a doña Jerónima, dada su riqueza, jamás le faltó mobiliario ni objetos variados de devoción con los que adornar su celda y hacer más llevadera su estancia en el convento. De entre todos esos objetos permitidos para decorar su aposento, entendemos que el cuadro de la Virgen con el niño de Gérard David debió presidir la intimidad de su celda y ocupar un lugar privilegiado desde donde elevar sus oraciones diarias. No podemos precisar, sin embargo, si la mencionada tabla flamenca entró con ella en el convento tras su desafortunado romance, formó parte de la dote que entregó su padre una vez profesó definitivamente como monja de clausura, o procede de la magnífica herencia recibida de su tía abuela doña María de Almaguer (hija del contador del rey Felipe II) que murió sin descendencia.
Estudios comparativos
Una vez analizados el cuándo, el cómo y el porqué de la presencia del cuadro en el Monasterio de Clausura, sólo nos quedaría recoger los rasgos identificativos que lo unen a la vez que lo diferencian de sus otras dos tablas gemelas: la del Museo del Prado y la de la Catedral de Toledo.
A simple vista, resulta más que evidente un detalle significativo: mientras en el cuadro del Museo del Prado la Virgen gira la cabeza y sostiene al niño en la parte derecha de su regazo, en los otros dos lo hace hacia la izquierda. Es difícil encontrar una razón para este curioso detalle aparentemente banal, pero no parece descabellado imaginar que el pintor de Brujas quisiera establecer una clara diferenciación entre el cuadro del Emperador -pintado por él en su totalidad- y los otros dos cuadros, copias del anterior, realizadas como consecuencia de encargos posteriores y probablemente por los miembros de su taller. No olvidemos que era habitual entre los pintores consagrados y con talleres de cierto renombre, que en copias de estas características el titular se dedicase únicamente a terminar las zonas que revestían mayor dificultad, como las caras, las manos o, como en éste caso, el cuerpo del niño, que es donde el maestro imprimía su estilo personal.
Otro detalle que viene a corroborar esta teoría, es la complejidad y riqueza decorativa que exhibe el vestuario y la propia imagen de la Virgen del Museo del Prado (cenefas con pedrería, gran lazo ceñidor, cadena del cuello, diadema de perlas en el cabello) en comparación con los otros dos mucho más convencionales y sencillos, elaborados para atender la demanda. Por lo demás, el cuadro de la Catedral de Toledo y el del Convento de Clausura son prácticamente idénticos y sólo se diferencian en mínimos detalles difíciles de apreciar a primera vista y en el hecho de que el cuadro de la Catedral está totalmente restaurado, mientras el del Monasterio de Clausura, después de superar 500 años de existencia, la Guerra de la Independencia, la desamortización de Mendizábal y la Guerra Civil, presenta los desperfectos lógicos del paso del tiempo y los numerosos traslados. No obstante, los tres reflejan la misma ternura y delicadeza que sólo Gérard David sabía imprimir en las caras de sus vírgenes y que tanta fama le reportó en su momento.
Y una vez finalizada esta investigación, sólo nos queda recoger la sensación de tristeza que nos invade al comprobar que un cuadro que valía más que todo el convento, haya salido para siempre de nuestra población con rumbo impreciso, en vez de haber permanecido en el Monasterio con el resto de obras de arte que lo adornaron durante tantos siglos, o haber enriquecido con su presencia el pequeño pero interesante museo parroquial. Ciertamente Corral de Almaguer no es Pastrana, ni sus habitantes se levantarán jamás para defender su historia y su patrimonio como ocurrió en aquel pueblo de Guadalajara, pero, unas veces por desconocimiento –como en este caso- otras por desinterés y omisión, y otras por pura ignorancia, la realidad es que nuestra localidad sigue perdiendo sus cada vez más escasas señas de identidad como municipio sobresaliente que una vez fue en la comarca, para convertirse poco a poco en un pueblo manchego más, sin personalidad, sin alma, sin atractivo para sus habitantes y menos aún para el turismo.
Rufino Rojo García-Lajara (julio de 2013)
Dedicatoria: este escrito va dedicado a Sor Trinidad, la última abadesa del Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer –fallecida en pasadas fechas- con la que siempre me unió una especial relación de cariño.
Nota: La Virgen con el niño y dos ángeles que la coronan de Gérard David, es el emblema y cartel de la exposición actual del Museo del Prado “La belleza encerrada” que permanecerá abierta hasta el 10 de noviembre de 2013
Epílogo para el Séptimo Centenario de RUFINO ROJO en la Web Amigos de Corral. -ENSAYO SOBRE LA DECADENCIA Y EL ABANDONO DE NUESTRO PATRIMONIO.
Epílogo para el Séptimo Centenario de Rufino Rojo
Ensayo sobre la decadencia y el abandono de nuestro patrimonio
No sé sí calificarlo como señal de romanticismo o preocupante síntoma de vejez, pero confieso que me gusta pasear por las calles de nuestro pueblo durante las horas menos transitadas del día. Al igual que mucha gente de mi generación, tengo grabados en los intrincados recovecos de la memoria el amplio abanico de ruidos, colores y olores que acompañaron mi infancia, y reconozco que disfruto rememorándolos al atravesar los pocos rincones de la localidad que aún conservan su esencia. Posando la vista en aquella oxidad reja o en aquella vieja pared desconchada y remendada de humedad, puedo viajar en el tiempo y trasladarme a pasadas épocas de bullicio callejero, corrales y patios de vecinos, en los que la vida transcurría a la vez ligera y ruidosa mezclando el traqueteo sordo y renqueante de las ruedas de los carros, con los olores de las chimeneas, los pucheros hirviendo, la ropa recién lavada y el intenso y característico tufo de los animales de carga (mulas) en su camino diario hacia ninguna parte. Los azulados colores de la mañana imprimían por aquel entonces pinceladas de frescura a las encaladas paredes que componían el decorado de aquel limitado mundo infantil, y los silbidos de las golondrinas y vencejos saludaban con vertiginosas piruetas nuestro trayecto al colegio, mientras jugaban a kamikazes marrulleros que nunca acababan de estrellarse. Finalizadas las clases, el macilento sopor del mediodía extendía una pesada manta sobre el paisaje y el monótono canto de las chicharras nos arrullaba de calma y abandono, hasta que el atardecer nos regalaba de nuevo otro de sus momentos mágicos, al inundar con oro puro las fronteras de nuestros sueños. Las aceras y las plazas se convertían entonces en enormes decorados y las aventuras aparecían por las esquinas o camufladas entre los árboles y las farolas, dispuestas a consumir nuestra niñez entre pan y chocolate o pan y quesito.
Me encontraba sumido en estas meditaciones, considerando incluso si no resultarían demasiado cursis para recogerlas en los escritos (aunque lo cierto es que a partir de los cincuenta los prejuicios de los demás te resbalan) cuando el errático y solitario paseo por las calles del pueblo me llevó a tropezar de bruces con el horroroso y desagradable espectáculo que se representaba en la cruz colorada, o para ser coherente con el párrafo de arriba, en la “cruz colorá”.
No me lo podía creer. En la esquina entre la calle mayor y la de las tiendas, un indecente y sucio cercado de cemento con sabor a especulación y burbuja, se levantaba en defensa del enorme solar en que había quedado reducida la vieja casona renacentista que dio nombre a la placeta sobre la que surgió la población.
¡Dios esto es el colmo! Se han cargado otra casa más y encima en éste sitio. Una arcada de asco y desprecio sacudió mis entrañas, intentando subir a la boca del estómago. No puede ser, otro de los decorados de mi infancia evaporado por el abandono, la ineficacia de los gobernantes y la ambición y falta de escrúpulos de unos pocos. A este paso nos dejarán sin sueños. ¿Qué será lo próximo?
A este paso nos dejarán sin sueños.
Apesadumbrado por el desprecio inflingido a nuestra historia en sus propios orígenes, decidí abandonar rápidamente la emblemática placeta, no sin antes echar un último vistazo a la cruz pintada de rojo que ahora se erguía de forma casi blasfema, sobre una improvisada estructura metálica que parecía robarle el calor de su propia leyenda. No me extrañó en absoluto comprobar que los recuerdos hubieran huido de aquel desdichado lugar incapaces de soportar tanta tristeza, y la vida sobreviviera a duras penas en el único rincón del viejo cruce de calles que aún permanecía en pie.
Ofuscado por la rabia pensé en la Plaza Mayor. Sí, necesitaba ir urgentemente a la Plaza Mayor. Ella nunca me había fallado y era apuesta segura. Sin meditarlo dos veces aceleré todo lo que pude por la calle de las tiendas, llevándome por delante unos cuantos recuerdos de comercios, boticas y centralitas en mi desesperado afán por encontrar un poco de belleza y armonía que sosegara el espíritu. Andaba tan sobrecogido por la visión, que no advertí que en la esquina de Pedro Campo me salía al encuentro otro de esos monstruos grises de la fealdad. ¡No puede ser, Dios mío, la plaza no! ¿Donde fue a parar la vieja tienda de Lázaro y sus crujientes maderas? ¿Qué fue de sus particulares olores a aceites, especias y humedad? ¿En qué escombrera terminó aquel viejo edificio de finales del diecinueve con ínfulas modernistas y patio de columnas de hierro? Sentí de nuevo la nausea del desprecio al comprobar cómo se desvanecía otro de los decorados que sustentaron mi niñez, y maldije a los constructores y a la contradictoria ley de patrimonio que en vez de proteger propiciaba en ocasiones el abandono de los edificios cercanos a los monumentos, al complicar con eternos trámites y costosas burocracias las reformas y mantenimientos que necesitaban. Indignado escupí sobre los intereses de los especuladores y los políticos, y me dirigí dando tumbos de mareo hacia el ayuntamiento, que me recibió -cómo no- con obras. Echando un cálculo por encima llegué a la conclusión de que debía ser la obra número 666 de las continuas reformas -a cuál más horrorosas- que a lo largo de la historia se han llevado a cabo en su interior. Atisbando por una ranura, comprobé que la intuición no me fallaba al apreciar entre sombras la futura escalera proyectada para el edificio. ¡Que Dios nos ampare! Fue lo único que alcancé a decir.
¿En qué escombrera terminó aquel viejo edificio de finales del diecinueve con ínfulas modernistas y patio de columnas de hierro?
Era difícil sentirse más triste y abatido. Cabizbajo dirigí mis pasos hacia la puerta de la iglesia esperando encontrar al menos un poco de consuelo artístico, que no religioso, cuando reconocí al demonio del abandono y la destrucción escondido entre sus carcomidas columnas abalaustradas. Un enorme pedazo de moldura, tan grande como para llevarse al otro mundo a media procesión de la Virgen del Carmen o del Sagrado Corazón si hubieran coincidido las fechas, se desplomó en ese mismo instante contra el suelo empujado por el destructor ángel de la decadencia. Asustado por la violencia del derribo, pero envalentonado de rabia, me permití amenazar al maldito diablo con la restauración del cura. No sabes con quien te la estás jugando -le dije- él sí que manda en este pueblo, tienes los días contados. Decidí retirarme prudentemente antes de que me arrojara una pilastra o algún desencajado friso, avanzando hacia la calle de los collados.
Azorado como me encontraba por la diabólica pelea, apenas me fijé en que la Casa de las Valencianas estaba de nuevo en venta. Más tranquilo y sosegado al llegar a las cuatro esquinas, me consolé pensando que al menos era construcción sólida y probablemente duraría unos cuantos años más. La amargura, no obstante, había logrado hacer mella en mis castigados órganos internos, y un atisbo de ardor reclamaba su sitio en tan desagradable panorama. Descendiendo por la calle sentí por fin cierto alivio al encarar la Casa del Obispo o del balcón, restaurada con bastante acierto por Manolo, el de Mapfre, pero no tuve más remedio que girar la cabeza para no ver las dos columnas mal ensambladas que presidían la falsa calle de Nuestra Señora de Fátima, procedentes del patio de aquella vieja casona cuyo escudo acabó ornamentando un chalet. Al menos nos quedará París -pensé- y París apareció ante mis ojos en forma de Casa de los Collados.
Un caro capricho -me comentaban hace tiempo sus dueños- un maravilloso capricho -respondía yo- de cuya fantástica y costosa restauración los corraleños deberemos estar siempre orgullosos y agradecidos, pues preservará una parte muy importante de nuestro pasado. Por momentos volví a respirar hondo y pude dilatar los pulmones a gusto. Por fin podía recrear mis recuerdos con complicados trazos de piedra y espectaculares techumbres moriscas, sin que la cochambre amenazara mis fantasías. Mi mente recuperaba al instante parte de sus sueños perdidos, y la enigmática reja de su lado norte, sustentada por dos cabezas de piedra a modo de canecillos románicos, volvía de nuevo a convertirse en epicentro de misteriosas aventuras.
París apareció ante mis ojos en forma de Casa de los Collados.
Andaba tan concentrado en mis ilusas fantasías, que no me apercibí de la llegada de un amigo dispuesto a terminar de amargarme el día y proporcionarme la puntilla y el descabello. Y es que nunca debí echar las campanas al vuelo, pues como suele ocurrir con las más terribles pesadillas, lo peor aguarda siempre al final. Y el final me tenía reservado nada menos que el hundimiento por abandono de prácticamente la totalidad de otra de las casas solariegas más emblemáticas de la población: la llamada casa de la Hilaria o de los Fuentes. A pesar de que la fachada exterior aún permanecía en pie como triste decorado de película, exhibiendo el escudo más bello y la puerta más hermosa y más dividida de la localidad, sus entrañas aparecían ya desgarradas por el monstruo de la decadencia y la destrucción. ¡Pero si es uno de los edificios más importantes y con más elementos artísticos de la villa! acerté a balbucear, sumido como me encontraba en la sorpresa del asco y la rabia. ¿Cómo es posible que estas cosas ocurran siempre en Corral de Almaguer sin que nadie mueva un dedo? Al verme tan afectado, mi interlocutor desdibujó unas palabras de consuelo. Ya sabes… eran varios dueños -intentó justificar, aunque aquello me sonaba a pésame y velatorio- y estas casas necesitan mucho mantenimiento… Encima, al estar adosada a la Casa de los Collados, para cualquier reforma deben informar antes a Bellas Artes, por lo que al final lo más práctico es dejar que se vayan hundiendo poco a poco. Una pena chico -me dijo- de todas maneras ¿es que todavía no te has dado cuenta que esto es Corral de Almaguer y no Quintanar? Si hubieran tenido los quintanaros una de éstas casas seguro que ya la habían convertido en parador, menudos son.
Agradecí sus cariñosas palabras de consuelo, pero lo único que consiguieron fue hundirme más en la tristeza. Contemplando su descascarillada fachada me puse a pensar en los orígenes del edificio, intentando imaginar cómo sería cuando sirvió de torreón defensivo a las murallas de la villa, protegiendo la llamada “puerta del río” que se abría justo en uno de sus laterales. Pensé después en la orgullosa familia Fuentes que durante la segunda mitad del siglo XVI mandó erigir la actual casa solariega, antes de construir las tres casonas más hermosas de la localidad como regalo para cada hijo. Pensé en su peculiar patio renacentista, en los picos de su fachada que la llevaron a ser conocida durante un tiempo como casa Pinche, en sus elegantes columnas con zapatas, en sus antepechos decorados con desgastados rosetones de yeserías al igual que las molduras que sustentaban los aleros. Pensé, en fin, en que pronto desaparecería de nuestra memoria otro de los conjuntos más peculiares de la población, para ser sustituido quizás por otro de esos antiestéticos monstruos grises de cemento, emblemas de la fealdad.
En esos mismos momentos, los políticos de turno, en uno de sus continuos actos de autopromoción con la excusa de lo que sea, se adueñaban de actos y acontecimientos repartiendo medallas a diestro y siniestro, asegurándose futuros votos y recogiendo en sus vanos discursos las grandes posibilidades turísticas de la villa en base a no se qué procesión única en España (todos los españoles piensan que sus procesiones son únicas) y sobre todo en base a ese patrimonio artístico inmejorablemente conservado que poseía Corral de Almaguer. ¡Qué ironía! Pensé, quizás se refieran a una ruta turística por los solares más emblemáticos de la villa o por los más sucios y grises cercados de cemento de la localidad.
Asqueado por la visión decidí apartar mis pasos del edificio, intentando cobardemente hacer oídos sordos a lo que no parecía ya tener solución, pero mis entrañas rugieron entonces con violencia y me obligaron a retroceder reclamadas por los continuos crujidos y gemidos que expelía la casa en su continuo descenso hacia el abismo del derribo. Fue entonces cuando comenzaron a amontonarse en mi boca todas las palabras huecas proferidas por los gobernantes municipales de los últimos treinta años, sazonadas por el artículo quinto de los estatutos de la Asociación que se me fue a pegar en el paladar. Eran tantas y tan huecas las palabras, que sentí cómo se me atragantaban y amenazaban con producirme la asfixia. Asustado por la nausea de la hipocresía, no tuve más remedio que provocarme el vómito de la desvergüenza, pero sólo conseguí arcadas de ignorancia, abandono y mediocridad.
¡Nunca cambiarán! -Pensé- Y desolado decidí borrarme del pueblo una vez más hasta que las raíces me reclamen de nuevo. Cosa que me temo, a más tardar, ocurrirá dentro de una semana o quince días.
Rufino Rojo García-Lajara
(Noviembre del 2012)
Presentación del libro sobre el Corral de Almaguer del SIGLO XVI.
¿Porque somos como somos?
¿Porque pensamos como pensamos?
¿Que hace que sintamos como sentimos?
Algunas de esas respuestas se pueden sacar de la forma de vida de nuestros antepasados. El sábado 17 de Marzo a las 8 de la tarde en el patio de doña Leoncia será la presentación de un libro importancia para la recuperación de la historia del pueblo: Grandezas y Bajezas de la aristocracia corraleña del siglo XVI. En el encontraras parte de tí, reviviendo las historias de los habitantes de nuestro pueblo en el siglo XVI.
Lee y recupera la historia de Corral, ¡RECUPERA TU HISTORIA!
La presentación tendrá un espectacular videoclip sobre el libro de la historia del pueblo.
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